Se acerca la navidad y las entregas siempre están impregnadas de la urgencia y el desasosiego habituales. Hace ya varias semanas que la Sra. A tiene su nuevo sofá. Ha tardado en llegar más de la cuenta y hemos hablado varias veces por teléfono, ella reclamándolo y yo pidiéndole la paciencia que inevitablemente debemos desarrollar hasta que el pedido llegue de fábrica. Es una situación común pero siempre tensa. Cuando finalmente llega el sofá de fábrica, necesito retrasar unos pocos días la entrega por temas de organización interna, disponibilidad de personal de montaje, la logística habitual… Todos intentamos organizar la vida, tanto la personal como la profesional, a nuestra conveniencia. Pero la Sra. A aprieta como una mala cosa, detecta al segundo el más mínimo resquicio en mis palabras e intuye que podría hacer más adelantar su ansiada entrega a costa de perjudicarme yo misma, de presionar, de pedir favores que nunca quieres pedir si no es imprescindible. Me acorrala con su lógica implacable, aprovecha y exprime al máximo mi capacidad de negociación hasta el punto que pienso: «siendo mujer y me recuerda a mi padre, ese carácter fuerte, clarividente, insobornable, esa defensa al ultranza de la lógica más elemental». Esta es una historia que termina bien, como la mayoría, pero me ha llevado al límite de mi ya desarrollado temple y me ha removido como pocos, quizás por lo que me remueve en los sentimientos.
Llaman al timbre de la tienda, una reliquia de los tiempos de la pandemia que mi familia me insta a mantener, y salgo a abrir. Aparece la Sra. A con una ponsetia preciosa, la planta de la navidad. Me la tiende y me dice: «vengo a decirte que estoy muy contenta con todo, se que tengo un carácter espeso, pero estoy muy contenta».

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